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El amor (de pareja) en los tiempos…

Quiero usar de “pre-texto” este extraordinario texto extraído del libro “El amor en tiempos del cólera” de Gabriel García Márquez (1985) para que podamos ser testigos, guiados por su deliciosa pluma, de muchos de los aspectos que rodean la naturaleza de los conflictos de pareja. Tenía razón el viejo Freud cuando a principios del Siglo XX afirmaba que la ciencia llega siempre tarde a lo que poetas y filósofos ya conocían desde antes.

Les ubico en la escena: los personajes que intervienen son el doctor Juvenal Urbino y su esposa Fermina Daza, ambos de familias muy respetadas, y cuyo matrimonio llegó a celebrar sus bodas de oro. ¡Cincuenta años juntos! Las fantasías más privadas quedaron atrás y ya con muy pocas posibilidades de realizarse en la vida. Ella, Doña Fermina, se casó por decencia y él por amor. La viñeta que leeremos sucedió cuando andaban por los 30 años de matrimonio. Me gustaría que pongan especial atención a los comentarios del narrador tanto como a los hechos en sí.

Les sugiero una primera lectura de corrido y luego una segunda, más pausada, en la que puedan detenerse en los comentarios que voy haciendo a medida que el texto avanza. Disfrutemos:


Otra cosa bien distinta habría sido la vida para ambos, de haber sabido a tiempo que era más fácil sortear las grandes catástrofes matrimoniales que las miserias minúsculas de cada día (1). Pero si algo habían aprendido juntos era que la sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada (2). Fermina Daza había soportado de mal corazón, durante años, los amaneceres jubilosos del marido. Se aferraba a sus últimos hilos de sueño para no enfrentarse al fatalismo de una nueva mañana de presagios siniestros, mientras él despertaba con la inocencia de un recién nacido: cada nuevo día era un día más que se ganaba. Lo oía despertar con los gallos, y su primera señal de vida era una tos sin son ni ton que parecía a propósito para que también ella despertara (3). Lo oía rezongar, sólo por inquietarla, mientras buscaba a tientas las pantuflas que debían de estar junto a la cama. Lo oía abrirse paso hasta el baño tantaleando en la oscuridad. Al cabo de una hora en el estudio, cuando ella se había dormido de nuevo, lo oía regresar a vestirse todavía sin encender la luz. Alguna vez, en un juego de salón, le preguntaron cómo se definía a sí mismo, y él había dicho: “Soy un hombre que se viste en las tinieblas”. Ella lo oía a sabiendas de que ninguno de aquellos ruidos era indispensable, y que él los hacía a propósito fingiendo lo contrario, así como ella estaba despierta fingiendo no estarlo (4). Los motivos de él eran ciertos: nunca la necesitaba tanto, viva y lúcida, como en esos minutos de zozobra.
No había nadie más elegante que ella para dormir, con un escorzo de danza y una mano sobre la frente, pero tampoco había nadie más feroz cuando le perturbaban la sensualidad de creerse dormida cuando ya no lo estaba. El doctor Urbino sabía que ella permanecía pendiente del menor ruido que él hiciera, y que inclusive se lo habría agradecido, para tener a quien echarle la culpa de despertarla a las cinco del amanecer. Tanto era así, que en las pocas ocasiones en que tenía que tantear en las tinieblas porque no encontraba las pantuflas en el lugar de siempre, ella decía de pronto con voz de entresueños: “Las dejaste anoche en el baño”. Enseguida, con la voz despierta de rabia, maldecía:
-La peor desgracia de esta casa es que no se puede dormir.
Entonces se volteaba en la cama, encendía la luz sin la menor clemencia consigo misma, feliz con su primera victoria del día. En el fondo era un juego de ambos, mítico y perverso, pero por lo mismo reconfortante: uno de los tantos placeres peligrosos del amor domesticado (5). Pero fue por uno de esos juegos triviales que los primeros treinta años de vida en común estuvieron a punto de acabarse porque un día cualquiera no hubo jabón en el baño (6).
Empezó con la simplicidad de rutina. El doctor Juvenal Urbino había regresado al dormitorio, en los tiempos en que todavía se bañaba sin ayuda, y empezó a vestirse sin encender la luz. Ella estaba como siempre a esa hora en su tibio estado fetal, los ojos cerrados, la respiración tenue, y ese brazo de danza sagrada sobre la cabeza. Pero estaba a medio sueño, como siempre, y él lo sabía. Al cabo de un largo rumor de almidones de linos en la oscuridad, el doctor Urbino habló consigo mismo:
-Hace como una semana que me estoy bañando sin jabón -dijo.
Entonces ella acabó de despertar, recordó, y se revolvió de rabia contra el mundo, porque en efecto había olvidado reponer el jabón en el baño. Había notado la falta tres días antes, cuando ya estaba debajo de la regadera y pensó reponerlo después, pero después lo olvidó hasta el día siguiente. Al tercer día le había ocurrido lo mismo. En realidad no había transcurrido una semana, como él decía para agravarle la culpa, pero sí tres días imperdonables, y la furia de sentirse sorprendida en falta acabó de sacarla de quicio. Como siempre, se defendió atacando:
Pues yo me he bañado todos estos días -gritó fuera de sí- y siempre ha habido jabón.
Aunque él conocía de sobra sus métodos de guerra, esa vez no pudo soportarlos. Se fue a vivir con cualquier pretexto profesional en los cuartos de internos del Hospital de la Misericordia, y sólo aparecía en la casa para cambiarse de ropa al atardecer antes de las consultas a domicilio. Ella se iba para la cocina cuando lo oía llegar, fingiendo hacer cualquier cosa, y allí permanecía hasta sentir en la calle los pasos de los caballos del coche. Cada vez que trataron de resolver la discordia en los tres meses siguientes, lo único que lograron fue atizarla. Él no estaba dispuesto a volver mientras ella no admitiera que no había jabón en el baño, y ella no estaba dispuesta a recibirlo mientras él no reconociera haber mentido a conciencia para atormentarla.
El incidente, por supuesto, les dio oportunidad de evocar otros, muchos otros pleitos minúsculos de otros tantos amaneceres turbios. Unos resentimientos revolvieron los otros, reabrieron cicatrices antiguas, las volvieron heridas nuevas (7), y ambos se asustaron con la comprobación desoladora de que en tantos años de lidia conyugal no habían hecho mucho más que pastorear rencores (8). Él llegó a proponer que se sometieran juntos a una confesión abierta, con el señor arzobispo si era preciso, para que fuera Dios quien decidiera como árbitro final si había o no había jabón en la jabonera del baño. Entonces ella, que tan buenos estribos tenía, los perdió con un grito histórico:
-¡A la mierda el señor arzobispo!
El improperio estremeció los cimientos de la ciudad, dio origen a consejas que no fue fácil desmentir, y quedó incorporado al habla popular con aires de zarzuela: “¡A la mierda el señor arzobispo!”. Consciente de que había rebasado la línea, ella se anticipó a la reacción que esperaba del esposo, y lo amenazó con mudarse sola a la antigua casa de su padre, que todavía era suya, aunque estaba alquilada para oficinas públicas. No era una bravata: quería irse de veras, sin importarle el escándalo social, y el marido se dio cuenta a tiempo. Él no tuvo valor para desafiar sus prejuicios: cedió. No en el sentido de admitir que había jabón en el baño, pues habría sido un agravio a la verdad, sino en el de seguir viviendo en la misma casa, pero en cuartos separados, y sin dirigirse la palabra. Así comían, sorteando la situación con tanta destreza que se mandaban recados con los hijos de un lado al otro de la mesa, sin que éstos se dieran cuenta de que no se hablaban.
Como en el estudio no había baño, la fórmula resolvió el conflicto de los ruidos matinales, porque él entraba a bañarse después de haber preparado la clase, y tomaba precauciones reales para no despertar a la esposa. Muchas veces coincidían y se turnaban para cepillarse los dientes antes de dormir. Al cabo de cuatro meses, él se acostó a leer en la cama matrimonial mientras ella salía del baño, como ocurría a menudo, y se quedó dormido. Ella se acostó a su lado con bastante descuido para que despertara y se fuera. Él despertó a medias, en efecto, pero en vez de levantarse apagó la veladora y se acomodó en su almohada. Ella lo sacudió por el hombro para recordarle que debía irse al estudio, pero él se sentía tan bien otra vez en la cama de plumas de los bisabuelos, que prefirió capitular:
-Déjame aquí -dijo-. Sí había jabón (9).
Cuando recordaban este episodio, ya en el recodo de la vejez, ni él ni ella podían creer la verdad asombrosa de que aquel altercado fue el más grave de medio siglo de vida en común, y el único que les inspiró a ambos el deseo de claudicar, y empezar la vida de otro modo. Aun cuando ya eran viejos y apacibles se cuidaban de evocarlo, porque las heridas apenas cicatrizadas volvían a sangrar como si fueran de ayer (10).


Podríamos haber dejado el texto en este momento pero quisiera terminarlo con el final de la vida del doctor Juvenal Urbino. La escena final de su vida transcurre cuando intenta recuperar a su loro favorito, subido en lo alto de las ramas de su árbol de mango, utilizando una escalera. Su muerte, desde la perspectiva de la vida en pareja, nos deja el sabor a palabras no dichas y a momentos desperdiciados. ¿Será parte de la naturaleza (o de la estupidez) humana? Yo me resisto a pensar que tenga que ser así.


El doctor Urbino agarró el loro por el cuello con un suspiro de triunfo: ça y est. Pero lo soltó de inmediato, porque la escalera resbaló bajo sus pies y él se quedó un instante suspendido en el aire, y entonces alcanzó a darse cuenta de que se había muerto sin comunión, sin tiempo para arrepentirse de nada ni despedirse de nadie, a las cuatro y siete minutos de la tarde del domingo de Pentecostés.

Fermina Daza estaba en la cocina probando la sopa para la cena, cuando oyó el grito de horror de Digna Pardo y el alboroto de la servidumbre de la casa y enseguida el del vecindario. Tiró la cuchara de probar y trató de correr como pudo con el peso invencible de su edad, gritando como una loca sin saber todavía lo que pasaba bajo las frondas del mango, y el corazón le saltó en astillas cuando vio a su hombre tendido bocarriba en el lodo, ya muerto en vida, pero resistiéndose todavía un último minuto al coletazo final de la muerte para que ella tuviera tiempo de llegar. Alcanzó a reconocerla en el tumulto a través de las lágrimas del dolor irrepetible de morirse sin ella, y la miró por última vez para siempre jamás con los ojos más luminosos, más tristes y más agradecidos que ella no le vio nunca en medio siglo de vida en común, y alcanzó a decirle con el último aliento:
-Sólo Dios sabe cuánto te quise.

notas y comentarios

(1) “…más fácil sortear las grandes catástrofes matrimoniales que las miserias minúsculas de cada día.”
¿Alguna vez se han puesto a pensar en las peleas más graves que hayan tenido durante su vida en pareja? ¿Alguna ha sido por algo realmente grave? Peleamos porque no nos gustó lo que ella mencionó sobre mi madre o porque él no quiso ir a la reunión de los amigos y prefirió quedarse en la casa con la computadora. Las “grandes catástrofes matrimoniales” (una infidelidad, por ejemplo) se definen o resuelven fácilmente y generalmente sin sangre. Las “miserias minúsculas de cada día” no.
Creo que existen dos causas para las peleas: la primera tiene que ver con lo que podríamos definir como una re-distribución de la energía acumulada. Muchos silencios, cosas guardadas. Energía acumulada. La crisis pretende (desde el inconsciente) redistribuir esa energía, liberarla para recuperar la capacidad de erotizar la relación.
La segunda de las causas tiene que ver con los fantasmas. Heridas y fantasmas atraviesan, sin que nos percatemos, la existencia en pareja. (ver nota 3)

(2) “…la sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada”.
La sabiduría, el entendimiento, la capacidad de guardar silencio cuando hay que hacerlo y la capacidad de tolerar los defectos del otro. Me trae al recuerdo una de las ciudades de las que Marco Polo habla al Kublai Kan en el libro “Las ciudades invisibles” de Italo Calvino: Isadora, la ciudad soñada, donde si uno está indeciso entre dos mujeres siempre encontrará una tercera. La ciudad con la que todo hombre sueña desde joven… lo malo es que a Isadora se llega sólo a avanzada edad.
¿Es que pasión y sabiduría son incompatibles? ¿Existirá la más mínima posibilidad de tolerar y abrir el corazón sin perjudicar la pasión? No tengo la repuesta pero sí una pista para que cada uno piense su propio caso: el amor no es un método ni una ciencia, es un arte. Como en el arte de la cocina hay que ir sucediendo todo el tiempo dosis adecuadas de sabiduría y pasión, pero teniendo extremo cuidado de que no se mezclen y eso sí que es realmente todo un arte.

(3) “…su primera señal de vida era una tos sin son ni ton que parecía a propósito para que también ella despertara”.
El fantasma aparece. ¿Qué es un fantasma sino una lente a través de la cual interpretamos todo lo que viene del mundo exterior? El ser humano no es como los animales: ellos observan y reaccionan de inmediato de acuerdo a un programa establecido por la naturaleza. Los seres humanos observamos, luego simbolizamos y luego recién reaccionamos. Es como si el programa de nosotros (es decir, la forma en que vamos a simbolizar) se fuera terminando de escribir durante nuestros primeros años de vida. Allí se es donde se filtran los fantasmas, las lentes, los miedos o como queramos llamarlos.
Ojo, el fantasma no nos hace ver, nos hace sentir y somos nosotros los que convertimos lo “sentido” en “visto”: “¡sé que lo haces a propósito!”, “¡No te importo!”, “Tú no colaboras en nada conmigo”. En el terreno del fantasma hacemos uso de nuestras palabras favoritas: los “nunca” y los “siempre”: “¡Tú nunca…!”, “Yo siempre…”.

(4) “…y que él los hacía a propósito fingiendo lo contrario, así como ella estaba despierta fingiendo no estarlo”.
Guiados por nuestros fantasmas estamos absolutamente seguros de nuestra interpretación de los hechos y que nadie nos va a cambiar nuestra manera de ver las cosas. Qué lástima, ¿verdad? La naturaleza humana es tan rica que aún cuando estemos absolutamente seguros de nuestra interpretación, nuestra pareja siempre podrá sorprendernos con una nueva forma de ver las cosas. ¿Para qué actuar directamente? Sería ideal poder entender y ver las cosas alejados de los miedos y terrores que nuestros fantasmas causan en nosotros antes de actuar. ¿Será posible?

(5) "En el fondo era un juego de ambos, mítico y perverso, pero por lo mismo reconfortante: uno de los tantos placeres peligrosos del amor domesticado”.
El “amor domesticado”… ¿será amor? Tiene razón GGM al calificar estos juegos de poder como un placer peligroso y, como tal, absurdo. Aunque no sea posible evitarlo. En efecto, al final se trata de absurdos juegos de poder que dejan heridas profundas. A veces pienso que la historia de cada ser humano es la historia de sus Heridas y Fantasmas los que, en el mejor de los casos, ante la imposibilidad de evitarlos, sólo termina intentando reparar.

(6) “Pero fue por uno de esos juegos triviales que los primeros treinta años de vida en común estuvieron a punto de acabarse porque un día cualquiera no hubo jabón en el baño”.
El episodio que sigue es la confirmación de los dicho en la nota (1). Si hay algo capaz de poner en riesgo a una pareja son las “miserias minúsculas de cada día”. Las grandes catástrofes matrimoniales no abren la puerta de par en par a los fantasmas y, por lo tanto, se pueden manejar mejor con la razón. Las minúsculas miserias sí lo hacen y, cuando eso pasa, ya no es posible pensar, sólo es posible actuar.

(7) “El incidente, por supuesto, les dio oportunidad de evocar otros, muchos otros pleitos minúsculos de otros tantos amaneceres turbios. Unos resentimientos revolvieron los otros, reabrieron cicatrices antiguas, las volvieron heridas nuevas”.


(8) “ambos se asustaron con la comprobación desoladora de que en tantos años de lidia conyugal no habían hecho mucho más que pastorear rencores”.


(9) “-Déjame aquí -dijo-. Sí había jabón”.


(10) “Aun cuando ya eran viejos y apacibles se cuidaban de evocarlo, porque las heridas apenas cicatrizadas volvían a sangrar como si fueran de ayer”.

Comentarios

Hidago Daniel ha dicho que…
Me llamo Hidago Daniel. Prometí contarles a los demás el maravilloso trabajo de él que me trajo a mi ex novia. Él es DR.WEALTHY, que es un médico hechizo y pudo traer de vuelta a mi ex. Mi ex me dejó el mismo día que conoció a su amiga en mi lugar, de lo cual, sin saberlo, no tuve nada que ver con ella. Ella se enfureció al ver a su amiga y yo estaba confundida si inicialmente estaba enojada con ella. Días a semanas y semanas a meses, mi ex novia no me habló una palabra cuando se fue. ¿Qué iba a hacer yo? Así fue como contacté al DR.WEALTHY en Internet, quien luego de algunos procedimientos y avances, trajo a mi ex. Las palabras no son suficientes para expresar mis sentimientos y lo que DR.WEALTHY ha hecho por mí. Realmente levantó una carga pesada de mi pecho. Para todos los que están por ahí, por favor no piensen que su situación es demasiado primitiva o difícil y complicada para que nadie la entienda. Póngase en contacto con DR.WEALTHY y encuentre alegría una vez más, contáctelo; wealthylovespell@gmail.com también hablas con él en +2348105150446

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